- El silencio de los realquilados
- «Lo mismo sucede cuando se abandona al mundo nacionalista la discusión sobre cómo se llama este país, Euskadi o Euskal Herria. No es cosa nuestra, dicen algunos, aceptamos lo que diga la ley. Es la actitud del que se siente un realquilado, un extraño metido en casa ajena»
- El Diario Vasco, 2007-12-30 # J.M. Ruiz Soroa
Y es que, aparte de los políticos que adoptan posturas tajantes a favor o en contra de los símbolos en cuestión, como son la mayoría de los nacionalistas o los del Partido Popular, aparece entre nosotros una actitud peculiar, la de los que se dedican a quitar hierro al asunto declarándose, si se me permite la analogía, algo así como agnósticos en materia simbólica. Son los políticos socialistas y, en general, la sedicente progresía de izquierdas. Todos ellos coinciden en proclamar que la querella simbólica no va con ellos, porque ellos están al margen de esa cuestión tan inflamable. La primera línea argumentativa de estos regidores públicos (escúchese por ejemplo a los alcaldes de Bilbao, Vitoria o San Sebastián) es que las preocupaciones reales de los ciudadanos atañen a cosas pragmáticas, tales como las calles, los servicios públicos o las hipotecas. Les preocupan las aceras, no las banderas, afirman.
Es un argumento que, si algo dice, es que los ciudadanos somos bastante cortitos de entendederas, puesto que sólo podríamos preocuparnos de una cosa. En el fondo es un argumento insultante para nuestra habilidad como seres humanos: los ciudadanos somos perfectamente capaces de preocuparnos a la vez por las calles, la hipoteca, los hijos, las banderas, el hambre en el mundo, la marcha del equipo de fútbol y un montón de asuntos más. No somos tan pobres de espíritu como creen nuestros alcaldes cuando les conviene: por ejemplo, somos capaces de apreciar el aspecto funcional de la pasarela sobre la ría (tenemos piernas y los puentes son para transitar) pero también su valor artístico y expresivo (tenemos ojos y lo que han hecho con la pasarela es un atentado a los derechos estéticos de la ciudadanía). Pues así mismo guardamos un nicho en nuestro almario para la cuestión de las banderas que ondean o no en la balconada, sin que por ello deje de afanarse nuestro espíritu en más trascendentes cuestiones.
Entra en juego entonces la segunda trinchera de quienes no quieren entrar en el meollo de la cuestión: la de despojar de todo valor positivo a los símbolos, condenarlos a todos como los verdaderos culpables de los males del mundo. «Yo quitaría todas las banderas», «son emblemas que sólo sirven para enfrentar», «son la fuente de la violencia sectaria», etcétera.
Es la misma receta que los progresistas de salón usan con las religiones, a las que achacan ser la fuente de todas las guerras: suprimirlas todas. Esta postura tiene su versión cínica (la de aquellos alcaldes que dicen que ellos no ponen ninguna bandera en el ayuntamiento, aunque nos plantan una enorme a unas decenas de metros de la casa consistorial), y también su versión acomplejada, la de quienes prefieren renunciar a todos los símbolos antes que ser tildados de aliens en la comunidad en que viven por defender uno inapropiado.
No hace falta decir que la realidad social la construyen los seres humanos en forma simbólica, que los símbolos no son sino los ladrillos con los que edificamos el marco en que habitamos. Da igual que se trate del dinero o del fútbol, del Estado o de la familia, de la vida personal o del más allá, todo lo social, absolutamente todo, son mundos que construimos por convención con elementos simbólicos. Renunciar a los símbolos es, por ello, una postura absurda que sólo puede entenderse como afectación forzada; en realidad, nadie renuncia a los símbolos sino que simplemente «hace como que no le importan». Como el zorro con las uvas. Por eso, cuando nuestros políticos progresistas declaran que ellos «pasan de banderas» están en realidad amputándose de su propia matriz simbólica. Y, lo que es peor, con ese gesto aparentemente excelso están abandonando el campo a los nacionalistas, les están cediendo el protagonismo absoluto en la construcción simbólica de la realidad social vasca.
Lo nuestro, dicen con impostada seriedad, es construir calles y ferrocarriles, ocuparnos de las necesidades materiales de los ciudadanos, eso de los símbolos no sirve para nada y se lo dejamos a los señores nacionalistas. Hace ya años que éstos sacudieron la cabeza asombrados ante tamaño regalo y se pusieron afanosos a la tarea de edificar ellos solos la realidad pública vasca. Y tanto han avanzado en la materia que en la actualidad consideran que es su derecho adquirido hacerlo solos.
Lo mismo sucede cuando se abandona al mundo nacionalista la discusión sobre cómo se llama este país, Euskadi o Euskal Herria. No es cosa nuestra, dicen algunos, aceptamos lo que diga la ley. Es la actitud del que se siente un realquilado, un extraño metido en casa ajena: a nosotros nos da igual, susurran, es cosa suya dar nombre a este país. Singular abdicación. Nombrar es embrujar, es crear, es inventar las cosas. ¿Cómo entonces podríamos abstenernos de ello? Sólo por represión autoinducida.
Manuel Montero ha destacado más de una vez el asombroso proceso que comenzó en la transición, un proceso en el que los partidos no nacionalistas asumieron voluntariamente el papel de actor secundario, el rol de sujeto paciente de «la construcción nacional de los nacionalistas». Desde entonces, más de la mitad de la población asume la filosofía del realquilado y sublima su frustración invocando la prudencia. Porque es cierto, no lo niego, que en la filosofía del realquilado late también un noble espíritu de prudencia, de búsqueda de la paz social. Se renuncia a agitar las cuestiones que pueden encrespar los ánimos porque lo importante es la convivencia de todos. Prudente postura, sin duda, pero sobre cuya efectividad real para el fin que persigue cabe ser un tanto escéptico, visto lo visto durante estos años. Porque esa asunción unilateral y resignada por los no nacionalistas de su papel de masa «simbólicamente inerte» no parece haber amortiguado el frenesí nacionalista, sino que más bien lo ha excitado. Y lo ha excitado por dos razones: primero, porque al cederles ese campo de juego se les ha hecho creer que es de su exclusiva propiedad. Y segundo, y más importante, porque se les ha concedido una bula de irresponsabilidad. ¿En qué sentido? En el de que los nacionalistas pueden adoptar cualquier posición político-simbólica que deseen, por extremosa e hiriente que sea, con la seguridad de que tal conducta no les pasará factura política ninguna. Pueden rechazar las normas constitucionales, las instituciones comunes, la pertenencia compartida y todos sus símbolos, que no por ello dejarán de ser aceptados como interesantes 'partners' políticos, ni se interrumpirá el amable diálogo con ellos.
Ellos tienen libertad total para hacer alegres bilbiriketas con los símbolos, los demás somos tan responsables y prudentes que guardamos silencio, hacemos de tripas corazón por la convivencia y les echamos una mano en pro de la gobernabilidad del país. E incluso esperamos que se moderen gracias a nuestro ejemplo. Quizás algún día sea así, pero lo dudo mucho.
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