- Cerebro de mujer
- ¿Hay diferencias relevantes entre el cerebro de hombres y de mujeres? Y si las hay, ¿son las responsables de la menor promoción de las mujeres en el ámbito laboral o científico? El libro de una prestigiosa neuropsiquiatra norteamericana reabre el debate
- El País, 2007-01-28 # Mónica Salomone
¿Hablar de diferencias entre los cerebros masculino y femenino? “¡Huy! Es un jardín muy complicado, te las dan de todas partes”, advirtió un científico consultado para este texto. Así que mejor empezar con un chiste. Un señor con una esposa muy habladora lee en el periódico un estudio científico que asegura que las mujeres usan cada día unas 20.000 palabras, mientras que a ellos les bastan 7.000; el hombre enseña la noticia, feliz de poder demostrar que ella es un loro. “¿Lo ves?”.“¿Y no será porque tenemos que repetir mucho lo que decimos?”, dice ella. “¿Cómo?”, responde él.
Las discusiones sobre los cerebros de ellos y ellas son tan viejas como el propio objeto del debate. Y es probable que un ingrediente clave haya sido la ciencia; no sólo para tratar de averiguar la verdad, sino como herramienta moldeada –a propósito o por error– para apuntalar posturas. La cita que sigue es de un trabajo de Gustave Le Bon publicado en 1879 en una prestigiosa revista antropológica francesa: “En las razas más inteligentes, como entre los parisienses, existe un gran número de mujeres cuyos cerebros son de un tamaño más próximo al de los gorilas que al de los cerebros más desarrollados de los varones. Esta inferioridad es tan obvia que nadie puede discutirla (…). Todos los psicólogos que han estudiado la inteligencia de las mujeres (…) reconocen que ellas representan las formas más inferiores de la evolución humana (…)”.
La más reciente reedición del debate tuvo lugar en 2006 en Estados Unidos. Y probablemente está a punto de llegar a España con la publicación del libro "El cerebro femenino". En Estados Unidos, esta obra de la neuropsiquiatra Louann Brizendine ha alimentado los últimos coletazos de una polémica iniciada meses atrás. Llegó en terreno abonado; su autora ha pasado por las más prestigiosas universidades, y está escrito para el público general para explicar “la nueva ciencia del cerebro que ha transformado el concepto sobre las diferencias básicas neurológicas entre hombres y mujeres”, según Brizendine.
¿Prenderá la mecha en España? Bastaría con que algún académico de prestigio recogiera el testigo de Larry Summers, hoy ex rector de la Universidad de Harvard. Fueron las declaraciones de este economista en enero de 2005 las que iniciaron la tormenta. Summers sugirió que la causa de que haya muchos más hombres que mujeres en puestos científicos de primera fila se debía más a una menor aptitud innata femenina que a la discriminación. “Al parecer, en una gran variedad de características humanas –altura, peso, tendencia a la criminalidad, coeficiente intelectual global, aptitudes matemáticas, aptitudes científicas– hay indicios relativamente claros (…) de que hay diferencias en la desviación estándar y la variabilidad entre la población masculina y femenina. Y esto es cierto para cualidades que es improbable que estén determinadas por la cultura”. Según Summers, habría más hombres que mujeres excepcionalmente brillantes.
La discusión se ha estructurado en dos macrotemas. Uno: ¿hay diferencias en el cerebro de hombres y mujeres? Y dos: ¿tienen estas diferencias la culpa, al menos en parte, de que pocas mujeres ocupen puestos altos en la ciencia? Hay muchas subpreguntas. De haber diferencias, ¿son innatas?, ¿son ellos mejores en matemáticas y ellas en lengua?, ¿prefieren ellos los camiones y ellas las muñecas?, ¿se dejan ellas llevar más por las emociones y ellos por la razón?
En algunas respuestas hay consenso
Hoy nadie niega las diferencias. Un cambio importante respecto a décadas atrás, cuando el paradigma era el cerebro unisex. Son, además, diferencias que se traducen en comportamiento. En un trabajo de 2002, Melissa Hines mide las preferencias de machos y hembras por los juguetes masculinos (balón y coche), los femeninos (muñeca y sartén) y los neutros (perro de peluche y libro de colores). Ellos pasan casi el doble de tiempo que ellas con el coche y la pelota, y viceversa (apenas hay diferencias en los juguetes neutros). ¿Será por la socialización? Imposible: quienes juegan son monos.
Ahora bien, admitir que hay diferencias no significa que éstas afecten a todas las aptitudes humanas, que sean enormes ni que puedan aplicarse a alguien en concreto. Hasta los pro-Summers admiten que son muy pequeñas, en áreas específicas y siempre estadísticas; es decir, que no permiten sacar conclusiones sobre Juan o María. A pesar de Summers –que no es neurocientífico–, hoy está claro que no hay diferencias en la inteligencia general.
En cambio, sobre las demás cuestiones sí hay científicos dispuestos a discutir. ¿Por qué no se hacen estudios imparciales que zanjen esto de una vez? Uno de los motivos es que, como explica Alberto Ferrús, codirector del Instituto Cajal de neurociencias, del CSIC, “no es algo en que se puede investigar fácilmente, por motivos obvios”. La investigación ha avanzado mucho, pero sigue siendo imposible administrar hormonas –es un decir– a una persona para ver cómo le cambia el cerebro.
Tampoco es fácil estudiar su producto, esto es, la psicología y el comportamiento. Hines afirma en su libro Brain gender: “Medir las diferencias entre sexos en características psicológicas es más difícil que medir diferencias de altura entre sexos (…). Muchas características psicológicas no pueden ser vistas directamente. Además, todos usamos la misma regla para medir la altura, pero a veces no hay acuerdo general sobre los instrumentos (…) para medir diferencias psicológicas o de comportamiento entre sexos”.
Para rizar el rizo, entran en juego los estereotipos: en esta área “los individuos tienen sus propias opiniones acerca de las diferencias entre sexos”, prosigue Hines. Casi nadie opina vehementemente sobre el papel de una proteína, pero casi nadie deja de opinar –vehementemente– sobre los roles de hombres y mujeres. Otro error frecuente es la tendencia a publicar estudios que revelan diferencias, pero no los que muestran semejanzas.
Pero volvamos al huracán Summers
Tras sus declaraciones se formaron bandos, con fichajes estrella. Steven Pinker, psicólogo de la Universidad de Harvard, defendió en un debate con su colega Elisabeth Spelke la misma tesis de su entonces rector: “Creo que [las diferencias entre sexos] son relevantes para el desequilibrio entre géneros en los departamentos de élite de ciencia dura. Hay diferencias sólidas en las medias de cada sexo en lo que se refiere a prioridades en la vida, en mostrar interés por las personas en vez de por las cosas, en la búsqueda del riesgo. Y [hay evidencias] de que estas diferencias no se deben del todo a la socialización”. Spelke replicó: “Las principales fuerzas [tras el desequilibrio entre sexos en la ciencia] son factores sociales. No digo que hombres y mujeres seamos iguales en todo, ni siquiera que tenemos idénticos perfiles cognitivos. Digo que si sumas aquello en lo que mujeres y hombres somos buenos, no hay ventaja a favor de ellos”.
Afirma Spelke que no es posible hoy saber si las diferencias innatas desempeñan un papel: los efectos sociales tapan cualquier otro factor. Y explica un experimento. Se envía a un grupo de profesores dos currículos de candidatos a plazas vacantes. Uno es brillante; el otro, también, pero no tanto. Para la mitad de los evaluadores, ambos aspirantes son chicas; para la otra mitad, chicos. ¿Qué pasa? Al primer individuo le cogen enseguida, da igual si es Pepe o Marisa. Pero ¿y el segundo currículo? El 70% de quienes evaluaban al chico le contrataban; el porcentaje bajaba al 45% cuando el nombre era de chica. Con currículos idénticos, Pepe hubiera entrado; Marisa, no.
Es un tipo de discriminación que conoce bien Ben A. Barres, neurobiólogo en Stanford y autor de una durísima crítica a Summers, Pinker y otros de su bando en la revista Nature. Antes de cambiar su género, hace 10 años, Ben Barres era Barbara. “Poco después de cambiar de sexo, a un miembro de la Facultad se le oyó decir: ‘Ben Barres ha dado un seminario estupendo; claro, su trabajo es mejor que el de su hermana”. Y eso que Barres asegura ser muy consciente de las diferencias entre sexos: cuando empezó a tomar testosterona, sus habilidades espaciales mejoraron y dejó de poder llorar fácilmente. Él también cita trabajos que muestran que “las mujeres que optan a proyectos de investigación necesitan ser 2,5 veces más productivas que los hombres para ser consideradas igual de competentes”.
A Barres y Spelke no les faltan pruebas. La bióloga Nancy Hopkins, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), descubrió que en su propio centro había discriminación de género en cuanto a la asignación de espacio para investigar –el MIT reconoció el problema oficialmente–. En un trabajo con 220 mujeres publicado en Science se demuestra que los resultados de ellas en matemáticas empeoran si se les recuerda la idea “las mujeres son peores en matemáticas”. Los autores dijeron a los medios: “A menudo se ven artículos con simplificaciones burdas, especialmente sobre explicaciones genéticas (…). Estos artículos tienen el potencial de minar la motivación de las personas. Si creo que mis genes determinan mi peso, ¿me esforzaré por mantener mi dieta y hacer ejercicio?”.
En éstas estábamos cuando apareció el libro de Brizendine. La autora, directora de una clínica especializada en hormonas femeninas, defiende una tesis central: ellas están especialmente preparadas para la comunicación, la empatía, la percepción de las emociones; ellos, en cambio, lo están para la acción –las emociones “disparan en ellos menos sensaciones viscerales y más pensamiento racional”, escribe–. Sobre Summers afirma que “tenía y no tenía razón. Sabemos hoy que cuando los chicos y las chicas llegan a la adolescencia no hay diferencia en sus aptitudes matemáticas y científicas. En este punto [Summers] se equivocaba. Pero en cuanto el estrógeno inunda el cerebro femenino, las mujeres empiezan a concentrarse en sus emociones y en la comunicación: hablar y citarse con sus amigas (…)”. Ellos, en la adolescencia “se vuelven menos comunicativos y se obsesionan por lograr hazañas”.
La obra ha sido superventas en Estados Unidos, pero varios científicos han puesto serias pegas. La autora ha tenido que admitir que algunos datos de la primera edición de El cerebro femenino no son correctos. En concreto, los relativos al lenguaje. Según Brizendine, ellas usan al día unas 20.000 palabras (y hablan el doble de rápido), y ellos, 7.000. Mark Liberman, especialista en fonética en la Universidad de Pensilvania, buscó las fuentes de tal afirmación “y simplemente no las encontré”. Sí halló, en cambio, varios trabajos que muestran que no hay diferencia alguna en aptitud lingüística. Brizendine aceptó la crítica y eliminó las cifras de ediciones posteriores. No obstante, Liberman –autor de un blog donde aparece el chiste del principio– teme que acabe siendo otro caso de desequilibrio informativo que ayuda a fortalecer un tópico: decenas de titulares han recogido el 20.000 vs 7.000 de Brizendine, pero no su rectificación.
Para acabar, un vistazo a qué pasa en España con las mujeres y la ciencia. Aquí las diferencias también se notan. Como explica Flora de Pablo, profesora de Investigación del CSIC y presidenta de la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas (AMIT), el avance de las españolas en la universidad en las dos últimas décadas ha sido espectacular: hay mayoría de chicas matriculadas (el 74% en ciencias de la salud, el 64% en humanidades, el 59% en ciencias experimentales, el 27% en ingenierías) y licenciadas (59%), pero sólo hay un 13,7% de catedráticas. “Esto es incomprensible sin apelar a la perversión de los mecanismos de promoción universitaria”, dice De Pablo, partidaria de medidas de discriminación positiva. De Pablo ha demostrado en un estudio sobre el Programa Ramón y Cajal para contratar investigadores que “en bastantes áreas, para una mujer fue más de dos veces más difícil conseguir un contrato”.
Otras prestigiosas científicas, como Margarita Salas (profesora de Investigación del CSIC) o Fátima Bosch (catedrática de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Autónoma de Barcelona), han denunciado la situación. Salas no es partidaria de la discriminación positiva, pero sí de aumentar la representación de mujeres en comités de selección. A Pilar Carbonero (catedrática de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid) le gustaría “que se acabara con la discriminación negativa que ha existido contra las mujeres”. Belén Gavela (catedrática de Física Teórica en la Universidad Autónoma de Madrid) sí pide discriminación positiva. Está segura de que existen sutiles mecanismos de discriminación, como desanimar a las niñas a estudiar ciencias. Ella lo notó “desde pequeña, y luego he oído comentarios, no necesariamente malintencionados, cuestionando si era compatible la ciencia con la feminidad o con tener hijos. Esto pesa mucho, sobre todo cuando se es muy joven. Te preguntas: ¿seré normal? Te mina la confianza”.