- Vergüenza ajena
- ABC, 2007-06-21 # Alfonso Rojo
No ganamos para disgustos. Es de cajón que no puedes invitar a alguien a tu casa y ponerlo como un pingajo apenas cruce la puerta, pero lo ocurrido con el rey Abdulá bin Abdelaziz es de vergüenza ajena.
Como todo pecador, tengo más tendencia a comprender que a juzgar y debido a eso hasta me parece disculpable el bochornoso espectáculo que todos los veranos se monta en Marbella, cuando aterriza allí el monarca saudí. Se entienden las colas kilométricas que se forman ante su mansión, porque estos emires petroleros pagan bien y dan espléndidas propinas. También que se revolucionen hasta las putas de postín, porque la comitiva real es numerosa y llega con ganas.
Lo que no es de recibo es que el Estado español otorgue a Abdulá el Toisón de Oro, que el Rey Juan Carlos lo agasaje como si fuera su primo y que el presidente del Gobierno, el mismo que presenta el matrimonio homosexual como un triunfo histórico, se limite a hablar de lo jodida que está Palestina, del Líbano y de la evanescente Alianza de Civilizaciones.
Estoy seguro que al opulento Abdulá le duele escuchar que los facinerosos del 11-S eran súbditos suyos, como lo son muchos de los que perpetran carnicerías en Irak. También, que buena parte de los millones donados por príncipes y emires para «obras caritativas», sirven para financiar las redes del odio. No hubiera sido educado y habría desatado un incidente diplomático de proporciones siderales, que Zapatero empujara la conversación por esos derroteros. O que hubiera preguntado si Arabia Saudí -que financia la construcción de mezquitas en España- planea autorizar la apertura de una iglesia cristiana en su territorio. Aunque sea para la colonia diplomática y los trabajadores extranjeros.
No se trataba de inquirir por el letal destino que las autoridades saudíes reservan a los homosexuales. O sobre el trato dispensado a las mujeres, a quienes se prohíbe conducir, en cuyos carnet de identidad no aparecen sus caras, sino la foto de su respectivo padre. No había necesidad de faltar, pero tampoco era obligado ponerse de alfombrilla.
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