2007/07/12

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  • La imposible referencia
  • Cotidiano Mujer, 2007-07-12 # Diana Maffía · Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género Universidad de Buenos Aires

En lo que sigue me propongo reflexionar sobre las políticas de género que dependen del nombrar, tanto en privado para reconocerse como miembro de una comunidad con la que se comparten rasgos relevantes, como en lo público al atribuir a un sujeto la afiliación a cierta identidad, en base al cumplimiento de una regla. También me gustaría poner de relieve el difícil intento de conciliar el respeto por la diversidad de identidades (sexuales y otras) y a la vez mantener la capacidad de acción colectiva que muchas veces requiere la construcción de ciudadanía de grupos vulnerables.


El propio movimiento feminista transitó el proyecto de hegemonizar una definición de lo femenino que fuera universalizable y permitiera a las dirigentes hablar en nombre de todas las mujeres, lo que daba gran potencia política al movimiento; y fueron las propias mujeres las que renegaron de ser dichas por otras en su experiencia diversa.


El problema es más hondo que la arrogancia de un grupo de pretender representar a todxs. El problema es que afiliarnos a una identidad (sexual u otra) no es algo completamente necesario que nos determine, ni algo completamente arbitrario que sólo dependa de nuestra decisión libre. No es algo que sólo decidimos en privado, pero hay mucho en juego de nuestra subjetividad y de nuestra valoración como para que sólo dependa del reconocimiento de los otros. Y todavía más profundamente, el problema no es sólo cómo percibirnos sino también cómo decirnos quiénes somos, cómo nombrarnos.


Y es que como seres humanos vivimos atrapadxs entre la singularidad de la existencia y la universalidad del lenguaje. Cualquiera sea el modo en que el lenguaje nos refiera, siempre lo hará bajo la forma de condiciones universales que pueden ser o no cumplidas por nosotrxs, pero que nunca agotarán la descripción lo suficiente como para alcanzarnos en toda nuestra complejidad. Podremos decir que somos varones o mujeres o travestis o transgénero o blancxs o negrxs o indígenas o pobres o ricxs o prostitutxs o monjas o chamanxs o científicxs o jóvenes o viejxs o bellxs, pero siempre habrá algo más que no está dicho. La única excepción es nuestro nombre propio, o los demostrativos, que parecen abarcarnos íntegramente pero que sólo apuntan hacia nosotrxs sin decir nada acerca de quiénes somos. O nos presentamos desnudxs bajo un nombre, o percibimos los innumerables ropajes de palabras pero no llegamos a tocarnos nosotrxs mismxs bajo ellas.


Este tema puede parecer muy abstracto, pero se une al hecho de que cada grupo al constituirse, sobre todo al constituirse como sujeto político, genera una identidad y al mismo tiempo una alteridad; y como criterio de demarcación entre el nosotrxs y el ellxs genera una regla. No cumplir con la regla de la identidad significa ser expulsado al espacio de lo otro, de la desviación. Fuera del orden del sujeto sólo está lo abyecto, lo que yace fuera. Muchas veces, en nuestras luchas por la identidad de género, procedemos con reglas que ponen límites y expulsan para separar lo que somos de lo que no somos.


Durante siglos, la definición del sujeto relevante fue un resorte de poder del círculo androcéntrico. Reforzándose mutuamente, los criterios de pertenencia ponían las condiciones normativas del sujeto moral (teología), el sujeto epistémico (ciencia) y el sujeto de ciudadanía (derecho). Ningunx de lxs expulsadxs por esta normativa participaba en la definición de las reglas. Lxs negrxs, lxs indígenas y las mujeres estaban explícitamente expulsados de esta posibilidad de participación. Al resultado lo llamaron objetividad, y se negaron a admitir que los aspectos subjetivos contaminaran la universalidad de sus prescripciones. La democracia liberal pudo así mantener a la vez la retórica universal de los derechos ciudadanos y la expulsión de la mayoría en el ejercicio efectivo de tales derechos. A diferencia de la objetividad, lo subjetivo en la modernidad entraba en el orden de lo peligroso, lo que debía dominarse por idiosincrático y pasional.


La sexualidad hegemónica pretendía apoyar su fuerza normativa en los principios lógicos de identidad (un varón es un varón; una mujer es una mujer) no contradicción (un varón es no-mujer; una mujer es no-varón) y tercero excluido (se es varón o mujer, no hay tercera posibilidad). Estos principios, señalados por Aristóteles hace 2500 años, eran a la vez principios lógicos (del orden del pensamiento) y ontológicos (del orden de la realidad). Pero la aplicación de la lógica a la sexualidad humana, el refuerzo de la dicotomía de los cuerpos, es arbitraria al hacer equivaler mujer a no-varón y varón a no-mujer. La designación de un sujeto como varón o mujer depende de los rasgos que tomemos como definitorios, y esto no lo proporciona la lógica.


Es precisamente por eso que me resulta inquietante cuando en nuestros movimientos pretendidamente emancipatorios repetimos esta trampa semántica de producir exigencias para la pertenencia a un colectivo que ignore o niegue la participación de quienes quedan excluidos de la definición. Una definición autocompla-ciente, que nos permite quedarnos con la universalidad retórica del lenguaje sin distribuir equitativamente las oportunidades sociales. Se definen arbitrariamente las reglas para participar del club, a la medida de quienes precisamente son responsables de su definición, y luego se invoca la necesidad de las reglas para expulsar a quienes no encajan en la presunta objetividad de su aplicación.


Para completar este efecto policial del lenguaje hegemónico, la alteridad no se considerará meramente otra categoría: la desviación, la abyección, se considerarán cualidades ontológicas, modos de ser de los sujetos excluídxs (lo que de paso justifica su exclusión). Y se recomendará exorcizarlxs, redimirlxs, perseguirlxs, encerrarlxs, penalizarlxs, someterlxs a terapias cruentas por su propio bien. Un bien en cuya definición tampoco participan. Porque (dirá el sujeto androcéntrico) nadie mejor que nosotros -que manejamos la ciencia, la teología y el derecho- sabe lo que necesitan ellxs. Lxs tendremos entonces bajo tutela hasta que escarmienten o reconozcan la verdadera identidad humana, o al menos la imiten, para evitarnos la permanente interpelación a nuestra mascarada de sustituir el universal diverso de la experiencia humana por el universal hegemónico de nuestra reducida experiencia.


Todxs deberíamos poder tener con respecto a nuestro cuerpo la particular y excepcional experiencia del cuerpo vivido, del cuerpo que nos ubica en una perspectiva absolutamente única y singular en el mundo, o mejor dicho construye el mundo a nuestro alrededor. El cuerpo de lxs otrxs es sólo un cuerpo físico, no podemos experimentarlo, es un cuerpo en tercera persona. Sólo cada unx puede tener una vivencia en primera persona de su propio cuerpo, experimentarlo como unx mismx. Esto abre un abismo entre un cuerpo y otro, abismo que tratamos de suturar con el lenguaje. Decir lo que sentimos y experimentamos, escuchar sensiblemente lo que otrxs sienten y experimentan, establecer una analogía entre mis propias experiencias y el modo de decirlas, y lo que escucho decir de las experiencias del/a otrx, son los primeros pasos en la construcción no sólo de una comunidad sino también de un mundo compartido (que puede ser visto de muchas maneras, desde muchas perspectivas singulares, y sin embargo seguir siendo un mundo común).


Cuando algunxs sujetxs se encuentran en una situación de opresión, de violencia simbólica, carecen de autoridad perceptiva sobre sus propias experiencias y adoptan sobre ellas las descripciones en tercera persona de la cultura dominante. Aceptan definirse no como el singular sujeto que son, sino como un sujeto desviado. La violencia opera como un descentramiento de la propia experiencia. De los seres humanos sexualmente monstruosos se ocupó la teratología, de la sexualidad humana la ginecología y la obstetricia, del deseo el psicoanálisis y la psiquiatría, transformando el vínculo con los cuerpos en un vínculo mediado por el lenguaje médico y custodiado por el derecho. Así, muchxs nos vinculamos con nuestros cuerpos como cuerpos imperfectos, como cuerpos fuera de patrón, como cuerpos que sufrimos en lugar de ser y que sin embargo se rebelan y no consiguen encajar en el deber. Entonces nos dejamos rotular como desviados. La desviación, lejos de ser una cualidad ontológica que rige la naturaleza y el comportamiento de las personas, es el efecto de una interacción simbólica, el efecto de un etiquetamiento.


Los procesos de definición y de reacción social son en general acompañados por una desigual distribución del poder, tanto el poder de definir como el de reaccionar a la definición. A algunxs sujetxs sólo les queda ser rotuladxs y vivir la marginalidad del etiquetamiento. La ciencia, el derecho, la teología en un contexto de relaciones sociales de inequidad y conflicto, se transforman en el corset de las identidades. Las dimensiones de la definición y el poder se desarrollan en el mismo nivel y se condicionan entre sí.


Esta no es una escala simple, muy por el contrario, porque cada sujeto pertenece a géneros, clases, edades y etnias diferentes que pueden combinarse unas con otras de diversas formas. Tanto los grupos aventajados como los desventajados se fragmentan, y así podemos pertenecer a la vez a varios colectivos. Si logramos una noción sobre el género subjetivo mucho más flexible, que no esté establecida por factores biológicos, psicológicos o sociales ligados al cuerpo, habremos logrado un avance simbólico significativo pero nos enfrentaremos entonces al dilema práctico del reconocimiento. Y ese dilema práctico tiene que ver con la capacidad de actuar colectivamente por reivindicaciones en común.


En los años recientes del activismo queer, al igual que el feminismo en décadas pasadas, hemos visto fragmentarse las reglas de pertenencia y las demandas de reconocimiento de identidades que cada vez van adquiriendo el poder de decirse a sí mismas en sus propios términos, pero también usan el poder de excluir como otrxs a quienes no cumplen las reglas de admisión en sus colectivos. La capacidad de agencia común, de lucha conjunta en una sociedad todavía hostil con las diversas manifestaciones de una sexualidad que continúa siendo peligrosa, se pone así en riesgo. Pasamos de sujetxs a desatadxs, desatadxs del ancla de la corporalidad como fundamento biológico de la diferencia, pero entonces también del fácil reconocimiento y la adscripción a una identidad sexual.


Cuando en 1998 comencé mi función como Defensora del Pueblo en la Ciudad de Buenos Aires, en el área de Derechos Humanos y Equidad de Género, el movimiento gay-lésbico de reivindicación de derechos había logrado incluir la no discriminación por sexualidad en la Constitución de la Ciudad, así como avances significativos en la consideración social. Cuando dejé la función, en diciembre de 2003, el movimiento GL se había transformado en gay, lésbico, travesti, transexual, bisexual, intersexual y transgénero (GLTTBIT). Estoy segura que hoy se incorporan otras categorías, así como se hacen distinciones dentro de cada una de ellas (travestis que no se implantan siliconas para modificar su cuerpo, frente a las que sí lo hacen; lesbianas que se masculinizan en su expresión de género, frente a las que no lo hacen, etc.). Cada una de estas expresiones nace como un grito de libertad, la libertad de decirse a sí mismx en lugar de ser dichx, la libertad de adquirir autoridad sobre el propio cuerpo, y la singular experiencia desde el cuerpo de un mundo que nos pertenece por igual, y desde allí la demanda política de inclusión ciudadana.


Pero esa fragmentación también nos desafía para actuar juntxs. Quizás el pánico de retroceder como movimiento nos enfrenta hoy con la paradoja de que en el feminismo se discuta si se aceptarán o no travestis y personas trans que se definan como mujeres para participar en los Encuentros Feministas. Como si alguien en el feminismo tuviera la regla falométrica de los cuerpos o las subjetividades aceptables; o lo que es peor, como si fuera deseable tenerla. La discusión retrocede hacia el más crudo biologicismo, el que nos dijo a las feministas cómo ser mujeres y del que tantos sufrimientos y sujeciones derivaron. Quizás se exija un tacto vaginal para pertenecer al movimiento feminista, o quizás un análisis de cromosomas, porque ¿dónde reside la “verdad” sobre los sexos y los géneros?


La verdad no es sólo una relación entre el lenguaje y el mundo. Un enunciado no es verdadero sólo por virtud del modo en que refleja un estado de cosas. La verdad, como el lenguaje, dependen de los frágiles sujetos que intentamos tocar la realidad sin poder acaso salir de nuestras mentes. Alcanzar al otro, a la otra, a lxs otrxs en cuyas experiencias no podemos intervenir, con cuyos cuerpos sólo podemos tener la externalidad de cualquier otro objeto del universo, pero con quien desesperadamente intentamos comunicarnos. Admitir que lo que otrxs y otrxs perciben y construyen con sus interpretaciones sobre nosotrxs también es una parte de nuestra identidad. Una parte, además, a la que sólo tendremos acceso si nos abrimos a ellxs en una comunicación humana de mutua comprensión.


De otro modo, cuando la inadecuación entre las condiciones de aplicación del concepto y el cuerpo se considera un problema del cuerpo, se lo aparta, se lo margina, se lo excluye de la condición de ciudadanía, se lo enajena de la posibilidad de ejercicio de sus derechos. Para contrarrestar esta abyección debemos romper ese etiquetamiento y ese círculo de justificaciones de la subjetividad hegemónica. La opresión no es sólo una cuestión de género, pero no podemos omitir la consideración del género de cualquier movimiento emancipatorio. Si al construir este movimiento repetimos el ritual de la exclusión, creo que hemos aprendido muy poco.


Porque el otro, la otra, lxs otrxs y quizás cada unx de nosotrxs mismxs por virtud del inconciente, somos ese abismo insondable de lo que nunca terminamos de conocer, de lo que nunca concluye por definirse, aquello que no revela su fondo y no puede encerrarse en palabras, la imposible referencia, lo que no tiene nombre.


(1) Una versión preliminar de esta ponencia fue presentada con el título “Lo que no tiene nombre” en la mesa sobre “Identidades sexo-políticas” del II Encuentro Nacional de Escritor@s “Disidencia sexual e identidades sexuales y genéricas”, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 27 a 29 de octubre de 2005. Esta es una versión abreviada de la que con el actual nombre se presentó en el panel “Multiplicidad de géneros o la ruptura del binarismo” en el Foro de Psicoanálisis y Género: Público y Privado. Género y políticas de la intimidad. Buenos Aires, agosto de 2006.

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