- Marcha y calma, las dos caras de Ibiza
- Novedades, placeres playeros y más vuelos a buen precio en la isla balear
- El País, 2007-05-19 # José Luis de Juan
La fiesta de inauguración del club Space (3 de junio) es el oficioso comienzo de la temporada más divertida. Otras citas: un chapuzón en Ses Salines, una copa en Kumharas y una noche brasileña en Kiosko Alegría.
Si llegamos en barco, Dalt Vila nos recibe blanca y misteriosa. Si en avión, son el espejo de las lagunas de sal y los montículos como de nieve los que nos dan la bienvenida. Las dos maneras producen una extraña mezcla de relajamiento y exaltación
Rememorando aquellos días fríamente veraniegos de 1936 en Ibiza, Rafael Alberti escribió estos versos: "Ven otra vez, doblada / maravilla incansable de los viejos olivos" y "quiero tocaros, santas, invencibles higueras". Varias décadas después, la isla era todavía "un paraíso solar poblado de naturales afables y tolerantes", en palabras de Danielle Rozenberg. Un paraíso bastante devaluado si lo comparamos con el que disfrutaron a sus anchas fenicios y cartagineses. Alberti encontró las ruinas de tanta belleza tranquila, y luego vinieron los hippies para adorarlas como correspondía a su ideal de paz y flores, del mismo modo que la civilización púnica adoró a Bes y a Tanit.
La belleza de las ruinas, su estética hipnótica, tiene en Eivissa -como de veras se llama- algo más, un perfume, un sonido, una dimensión espiritual. Toda la isla es una ruina que late, que vive aún, pues su excelsa calidad de ruina la hace inmune a todas las destrucciones. Hoteles, urbanizaciones, salvajes autopistas, enloquecedoras rotondas, el estrés venido por mar o cielo: ¿puede todo eso perturbar lo que Antoni Marí llama, refiriéndose a la fascinante ciudadela ibicenca, "gran teatro de la memoria"? La memoria es más poderosa que la realidad. Y la impresión que predomina tras algunos días moviéndose por Dalt Vila, por las carreteras interiores, por la costa, playas y acantilados, pinares y olivares, es la de una libertad clásica, como si la isla, en perpetuo y lamentable saqueo, se obstinase a mantener contra viento y marea su vocación de Arcadia. Comprendemos entonces que los hippies escogieran esta isla y no Menorca, por ejemplo, en su utópico peregrinar de los años sesenta. Y hoy, pese a la explotación turística y la loca carrera del asfalto y el cemento, se puede respirar este ambiente anárquico, despreocupado. En Eivissa siempre hubo una sociedad más igualitaria y más pacífica que la mallorquina o la menorquina. El ibicenco rara vez se pronuncia de manera categórica: "Puede", "quizá", "ya veremos", son firmes fundamentos de su discurso. Basta una ligera ojeada a sus iglesias para darse cuenta de que, con ser casas de Dios y a veces haber servido de fortalezas contra la piratería, están asimismo encaladas como todas las demás, y no son demasiado grandes. ¿Qué razón hay para exagerar la fe o la vida en general?
Si llegamos en barco, Dalt Vila nos recibe blanca y misteriosa, cegadora. Si en avión, es el espejo de las lagunas de sal y los montículos como de nieve los que nos dan la bienvenida. Las dos maneras de arribar producen una extraña mezcla de relajamiento y exaltación. Como sus gentes, la isla es austera en su hedonismo. Más cartaginesa que griega o romana, recibe del sol y del mar todos los dones, desde el alimento a la poesía. Símbolo mediterráneo del carpe diem para miles de jóvenes del norte que vienen a exprimir sus noches en orgiásticas discotecas, Eivissa es un lugar privilegiado de meditación. Sus poetas no filosofan, cantan, como cantaban aquellos californianos que hallaron en la isla un lugar de sosiego y felicidad. Cantan acerca de la luz portentosa y la melancolía de las brisas; de los islotes que anclan el mar y del horizonte amurallado de Formentera. Acerca de higueras y mercados, de siluetas negras surgidas de la cal, de galgos de hocicos largos que no ladran.
Autenticidad
Se empieza a amar Eivissa por Dalt Vila, el casco antiguo. Todas las veces que he traspasado el Portal de ses Taules, sus arcos carcomidos, sus sombras recias, he sentido la fuerza evocadora de esta ciudadela. Hay pocas en el Mediterráneo que tengan esa humilde unidad de estilo y atmósfera, esa autenticidad de lo intemporal. La blancura de las fachadas, el pulido empedrado y las manchas verdes de persianas y árboles enmarcan cromáticamente un conjunto cuya evolución permanece año tras año fiel a sí misma.
Los restaurantes nacen y mueren, como las galerías de arte y las boutiques, pero las gentes parecen tan inmortales como las piedras y los diversos tonos de la cal. Patrimonio de los gatos y los niños, las callejuelas se empinan, descienden, dejan ver el puerto azul abajo. En una plaza está sentado a la sombra de un eucalipto Isidor Macabich, el clérigo historiador de Ibiza. Más arriba encontramos
Décadas atrás, el puerto parecía entrar en las casas. Mi primera noche aquí, en julio de 1973, la dormí sobre la cubierta húmeda de un pesquero. De día, las calles de
Aquella Eivissa, la eterna, ese "plano más antiguo del alma", según Carlos Garrido, late en algunos lugares respetados por grúas y bulldozers. A principios de los setenta, fuera de la ciudad todo era sorprendente, un domesticado paisaje salvaje. Moviéndose por caminos polvorientos se sentía en las tierras rojas del interior la fuerza de un purasangre. Santa Agnès, Sant Mateu, al oeste, mantienen aún aquel secreto. Iglesias blancas, porticadas, de interiores frescos y desnudos, hacen pensar en México. Desde los acantilados de Es Cubells se piensa en una pequeña costa amalfitana sin volcán, el sol es suficiente. En una desierta cala de esta zona suelo bañarme en abril y proveerme cada año de fonoll marí, hierba que parece un alga fuera del agua, indispensable para dar un sutil sabor de mar al humilde pa amb oli. Un poco más al norte, pasado el cap Llentrisca, voy a un acantilado para ver otra vez Es Vedrà, el islote inverosímil que fue patria ideal de las cabras y objeto de todo tipo de especulaciones mágicas y psicodélicas.
Rituales
De la costa este me gusta Santa Eulària des Riu y las calas que miran hacia la isla de Tagomago. Rituales que nunca faltan son la subida al Puig de Missa, escribir algunas palabras bajo los pórticos de la iglesia, revisar los cuadros del pintor Barrau, que vivió su idilio con Eivissa y su mujer francesa, deambular exaltado por el apátrida cementerio. Luego, un baño en la apacible cala marinera de Es Pou des Lleó y un paseo al atardecer por la arena de la cala de Boix, una playa protegida por acantilados donde el mar verde nunca descansa.
No puedo tampoco olvidar los extremos: el panorama de camino a Portinatx, arriba, y abajo, Sant Francesc, un pueblo mínimo, espejismo que se desvanece en los estanques de sal. Eivissa, claro, es también el barco que te lleva a Formentera, otra historia, otro drama. Y por fin Eivissa, maravilla incansable porque incansable es la memoria, es como una droga que no se quiere abandonar, tan adulterada, es cierto, pero todavía a veces souvenir del paraíso.
- José Luis de Juan es autor de los libros “Sobre ascuas” (Destino, 2007) y “Versión del Este” (DVD, 2007).
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