2007/09/08

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  • El cura Deusto: gay, vasco y nacionalista
  • ABC, 2007-09-08 # Fernando Iwasaki
Todos los grandes escritores chilenos están en deuda con Augusto Goeminne Thomson (a) «Augusto D´Halmar», pues el Premio Nacional de Literatura de Chile -que consiste en una dotación económica de 20 mil euros más una pensión vitalicia de 600 euros mensuales- fue creado a sugerencia suya cuando el mismo D´Halmar regresó de Europa en 1934, más bien escaso de liquidez. El crítico Hernán Díaz Arrieta (a) «Alone» lo contó así en sus memorias Pretérito imperfecto (1976): «Años después, yendo por la calle, llamó de una acera a otra a un colega influyente, le hizo notar que se aproximaba el aniversario de su nacimiento, el cual tenía importancia histórica en la literatura nacional, y que fueran pensando en hacerle un regalo digno de la ocasión. Pero nada de estatuitas, ¿eh?... Algo positivo. De ese modo, con ese fin determinado nació el Premio Nacional de Literatura, que D´Halmar fue el primero en recibir». Corría el año de 1942 y D´Halmar era el más importante literato chileno vivo, muy por encima de Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Vicente Huidobro.


El comienzo de Pasión y muerte del cura Deusto está fechado en Sevilla el 1 de enero de 1920, por lo que habría que calcular que D´Halmar vivió en la Ciudad Hispalense entre 1919 y septiembre de 1920, fecha del punto final de la novela. No es una obra que exalte la historia de Sevilla, ni sus leyendas urbanas, ni sus estampas más típicas. Todo lo contrario, pues cuando aparecen la Semana Santa, los toros, la copla o el flamenco, es sólo para mostrarnos sus aspectos más sórdidos y depravados. La historia en sí es muy simple: Ignacio Deusto, nuevo párroco de San Juan de La Palma llega a Sevilla huyendo de su Algorta natal, porque su «íntimo amigo» ha abandonado el seminario para casarse con su propia hermana. Destrozado aunque protegido por su nodriza Mónica, Ignacio Deusto conoce en Sevilla a Pedro Miguel «Aceitunita», gitanillo huérfano a quien el arzobispo acaba de jubilar como Seise porque va a cumplir catorce años. Así, dispuesto a hacer del «Aceitunita» un cantor sacro, Deusto se convierte en mentor del niño y se vuelca en una educación sentimental que no es otra cosa que la sublimación del deseo sexual a través de la música, los rezos, las miradas y las caricias: «Permanecieron así, postrados en la oscuridad creciente. Pedro Miguel se sentía invadir por un suave deseo de llorar, y sin saber lo que hacía se cogió a la mano que pendía a su lado y la oprimió contra su corazón. Y Deusto, abandonándosela, pensaba vagamente que ese taciturno angelus a los pies de la Purísima Concepción, y junto a un niño, debía de ser la felicidad».



Con el paso de los años, Pedro Miguel fue despertando el interés de poetas, pintores, toreros y tonadilleras, quienes a cambio de alhajas y dineros fueron apartándolo del regazo del cura Deusto y atrayéndolo hacia los suyos: «Mire usted, maestro, y dejémonos de rodeos y evasivas. Mi porvenir no puede crecer a la sombra de un campanario; tampoco voy a depender eternamente de las Nevas y los Alcázar; ser un epiceno, como usted dice» (hay que admitir que lo de ««epiceno», queda muy fino). ¿A qué personajes del ambiente homosexual sevillano de comienzos del siglo XX retrató D´Halmar en su novela? ¿Quiénes serían en realidad el pintor Sem Rubí, el poeta Giraldo Alcázar, el matador «El Palmero» y esa tonadillera «La Neva», que organizaban saraos arábigos en la alta noche sevillana?: «No era la primera vez que Pedro Miguel traspasaba las verjas de ese palacete mudéjar, donde el poeta ocultaba su ambiguo harén; pero, no habiéndose acogido a su hospitalidad, ignoraba hasta ahora cuántos refinamientos reservaba a sus huéspedes. El baño tibio, como entre los moros, fue lo primero que se puso a su disposición y, como no debían volver a salir sino a medianoche, para recorrer los bailes, en cambio de sus estrechos trajes de fantasía y sus botas de montar, encontraron los excursionistas amplias vestimentas blancas y blandas babuchas, de acuerdo con la pureza de los tapices y la holgura de los divanes».



El trágico desenlace de la novela -sugerido por el propio título del libro- tiene como escena final la separación del cura Deusto y Pedro Miguel en la misma parroquia de San Juan de La Palma: «Tú sabes -dijo [Deusto] con voz ardiente y retenida- que yo no lo sabía. Pero ahora comprendo más que nunca que lo nuestro no tiene solución en esta tierra. No, no soy yo. No, no eres tú, por piedad, no nos entreacusemos mutuamente. Nadie hasta ahora había encarado este problema. Tú no puedes ser ya lo que has sido para mí; yo no quiero, porque tampoco puedo ser otra cosa que lo que hasta ahora. Ni podemos seguir juntos, ni podremos separarnos. Hemos perdido a Dios, y éste es nuestro castigo». D´Halmar no escatimaba lirismos: «Entonces comprendieron los ojos negros y los ojos verdes, que nunca se habían mirado hasta entonces. Y era delicioso y a la par terrible. Quien haya mirado una sola vez así en la sombra, no debiera volver a ver la luz».

Como los «ojos verdes» eran vascos y los «ojos negros» gitanos, me gustaría terminar esta reseña con un apunte sobre el nacionalismo vasco que late en Pasión y muerte del cura Deusto, detalle que no debería extrañarnos porque la gran burguesía chilena tiene su origen en el mismo Bilbao. Así, aunque Deusto rezaba en euskera ¡Jagon nagizu nere aingeru! y su nodriza -que le llamaba «Iñaki» en la intimidad- siempre le rogaba regresar al caserío («¿Qué tenemos de común con lo que nos rodea? Vámonos a Algorta, y esto nos parecerá después un purgatorio»), sus veleidades nacionalistas quedaban de manifiesto cada vez que hacía delante del gitanillo la apología de «la raza del hierro»: «Deusto enseñaba a Pedro Miguel cómo era ésa tal vez la más vieja de Europa, más que todas sus civilizaciones, existiendo ya como pueblo cuando los demás eran todavía bárbaros y trashumantes. Raíz de los más seculares podía ser su idioma. Ni romanos, ni normandos, ni árabes consiguieron imponerse en aquel territorio de riscos y selvas, sobre esos cuantos pelotaris, bailarines o matuteros que desdeñaban entre ellos mismos los títulos y no aceptaban feudales. Y mucho después que España había absorbido los regionalismos, intactos se conservaban sus fueros».


En su divertidísimo libro El club de la pelea: los premios nacionales de literatura (2005), el escritor chileno Andrés Gómez cuenta que el funeral de Augusto D´Halmar fue tan apoteósico que dieciocho oradores pidieron la palabra. El último fue de traca: «Yo no vengo a pronunciar un discurso, señores. Sólo vengo a decirles que es hora de cerrar el cementerio y este cadáver debe ser sepultado».



Augusto D´Halmar: Pasión y muerte del cura Deusto. Editora Internacional (Madrid, 1924).

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