2007/08/30

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  • El estudio Makoki
  • Diario La Rioja, 2007-08-30 # Fernando Sáez Aldana

Por encima de posturas individuales o doctrinas religiosas contrarias, nuestra sociedad no considera a la homosexualidad un comportamiento aberrante y por tanto corregible (eufemismo de reprimible) sino una orientación sexual diferente y tan lícita aunque minoritaria, lo que no significa anormal como pretenden burdas manipulaciones estadísticas (si infrecuente equivaliese a anormal los militantes de IU, por ejemplo, serían bastante anormales). Actualmente el debate homosexual se encuentra en fase avanzada (matrimonios, adopciones, etc.) y ya no se cuestiona el respetable derecho de cada cual a vivir su sexualidad como le plazca. Sin embargo, el porcentaje real de gays y lesbianas permanece desconocido. Y polémico. Desde el clásico estudio de Kinsey (1948) se acepta que un 10% de la población es homosexual. No que haya sentido un impulso ocasional o mantenido una relación esporádica (el tanto por ciento entonces se dispara), sino habitual. Sectores conservadores rebajan la cifra por debajo del 3% y en el otro extremo los gays californianos estiman que el 50% de su clero también lo es. Para conocer la tasa correcta se precisarían rigurosos estudios científicos que no acaban de interesar a los investigadores. Por eso sería de lamentar que el Sr. Makoki cediera finalmente a las presiones que nos impedirían conocer el porcentaje real de jóvenes riojanos maricones (guste o no, es así como el español coloquial, que es el que habla la gente, ha denominado toda la vida a los gays, igual que gordas a las señoras con sobrepeso, calvos a los alopécicos o locos a los psicópatas) utilizando un método tan sencillo y fiable como invitar a saltar a quienes no lo son mientras los cuentan. Pues es de esperar que el legítimo orgullo de los que lo son los mantendría quietitos mientras aquéllos hicieran el botarate. Así que, por culpa de una agresión consentida contra la libertad de expresión, la comunidad científica puede verse privada de un estudio, el de Makoki y cols., que hubiera contribuido a aclarar la incógnita. En tal caso, ya puestos a investigar sobre el tema, propongo a las autoridades otro experimento pero con una muestra superior y el anonimato garantizado: en la próxima campaña electoral difundan el eslogan «Maricón el que no vote». No sé si sus conclusiones desbancarían a las de Kinsey pero seguramente disminuiría el abstencionismo que empaña nuestra democracia. Incluso podría mejorar el ínfimo apoyo electoral de ciertos grupos políticos empeñados en debatir sobre memeces alejadas del interés ciudadano, sin que parezca importarles la posible relación causa-efecto entre tal estrategia y su marginalidad.

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