2007/07/06

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  • Educar en la igualdad
  • El Diario Vasco, 2007-07-06 # Santiago Eraso

Hace unos días, asistí atónito a la primera fiesta de fin de curso de mi hija pequeña, Alicia. Hace tiempo que he constatado que el paisaje humano de nuestras ciudades se está diversificando, pero sentir la experiencia en primera persona supuso la confirmación de que el mundo, definitivamente, se ha convertido en un lugar para que cualquiera pueda habitarlo, donde quiera o necesite. Si nos dejan, claro está. (Éste es otro tema).


En aquella celebración de niñas y niños sevillanos llegué a contar más de veinte nacionalidades de origen, sin tener en cuenta que a casi todas se sumaba la pluralidad correspondiente de cada lugar. Es decir, aunque todos compartían el hecho de ser administrativa y jurídicamente andaluces, sus madres y padres procedían de diferentes lugares del mundo, con costumbres dispares, heterogéneas formas de pensar y, por supuesto, de vivir.


Muchos de ellos llevaban trajes regionales, otros prendas de calle habituales. Cada cual se engalanó como mejor pudo y quiso. Nadie estaba obligado a mostrar nada que no deseara. Bailamos de todo y compartimos una amplia variedad de productos gastronómicos típicos de diferentes tradiciones, elaborados con el cariño de las abuelas, madres y, algún padre que otro. Pocos, por cierto. (Se ve que estas cosas 'tan femeninas' no nos convienen, no vaya a ser que perdamos nuestro rango de patriarcas. Es una pena). Por otra parte, a la diversidad de la procedencia se añadía la disparidad de unidades parentales. Había niños de familias convencionales, monoparentales, hijas adoptadas y, probablemente, otros que viven en el marco de familias no tradicionales.


Es decir, en aquel microespacio del patio de jardín de infancia, en una especie de regreso al futuro, se reprodujo la fotografía del mundo que está por venir. Y también allí mismo, entre juegos infantiles, con la presencia fiel de las profesoras y cuidadoras, confirmamos la garantía de que esa diversidad no debiera volverse arma arrojadiza de unos contra otros, porque la educación que todos están recibiendo por igual les garantiza un mínimo común denominador de usos, reglas y costumbres que les puede hacer semejantes en la diversidad, que les debería asegurar el acceso a una formación compartida y les podría insertar en una sociedad que, a su vez, tendrá la obligación de respetarles en el futuro, cuando lleguen a ser jóvenes/adultos con identidades y formas de vida complejas y reclamen su derecho a la ciudad.


Y entonces ya no será un juego infantil. Será la vida misma con todas sus contradicciones y dificultades. A partir de ahora y hasta siempre, nuestra responsabilidad social como padres y madres de esas criaturas debiera ser que, cuando llegue la hora de la verdad, aquello que un día fue una fiesta intercultural se convierta en un reto político que asegure el derecho de todos a vivir su experiencia libremente, con las garantías sociales suficientes para que puedan hacerlo.


El proyecto pedagógico social y, en consecuencia, la escuela no podrá asumir esa responsabilidad si entre todos -la sociedad, en su conjunto, y las instituciones que nos gobiernan- no ponemos en práctica lo que el filósofo y disidente iraní Ramin Jahanbegloo, en su libro Elogio de la diversidad, denomina «valores morales transnacionales susceptibles de ser compartidos sin coerción ni opresión».

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