2007/07/01

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  • Des-vergüenza gay
  • ABC, 2007-07-01 # Javier Montes

«¿Orgullo por qué? Yo no estoy orgulloso de ser gay», se oye decir a bastantes gays durante estos festejos. «Tampoco estoy orgulloso de ser castaño, manchego, miope», se añade, como prueba de libertarismo (es interesante ver cómo libertarios y reaccionarios, en estos asuntos, viajan de la mano un trecho). Ok, ok. Son frases manidas, y suenan un poco engoladas mientras millones de personas disfrutan de una fiesta que es también una reivindicación (hay quien, desfachatado, suelta el rollo justo mientras baila). Bueno. Probablemente uno, si se pone puntilloso, tendrá que reconocer que está de acuerdo, incluso saltándose treinta años de análisis filosófico de la identidad sexual que demuestran que la miopía y la homosexualidad no son idénticas condiciones naturales. Hablando con absoluta propiedad, no se está «orgulloso» de ser gay. Uno, en todo caso, no se avergüenza nada de serlo, como no se avergüenza de ser castaño, etc. (miope a lo mejor sí: a mí, sin ir más lejos, me cuesta dejar las lentillas y calarme mis gafotas de culo de vaso).


El prurito de hablar con absoluta propiedad es, a veces, una absoluta pedantería. ¿Qué hacemos? ¿Llamamos a esto el Día del No-Avergonzamiento Gay? ¿De la Des-Vergüenza Gay? ¿En vez del EuroPride, celebramos el Euro-Un-Shame?


Mejor no. Tampoco hay que ponerse estupendos, y ya nos entendemos: lo que estos días reúne en todo el mundo a millones de heterosexuales y gays bajo la bandera del Orgullo (ni todos los gays lo celebran, ni todos los que celebran son gays) es una modalidad novedosa e igualmente eficaz de la vieja resistencia pasiva: se podría llamar resistencia festiva. Se exige por una vía tan pacífica como firme -divertida sí, pero no blanda- el respeto a la diversidad y la igualdad legal y real en cuanto a derechos y obligaciones ciudadanas. Se recuerda que todo empezó el 28 de junio de 1969, cuando unos neoyorquinos defendieron por las bravas su derecho a tomarse una copa sin que la policía entrase a acoquinar y pedir papeles (llovía sobre mojado: en sus memorias Edmund White recuerda que acababa de morir Judy Garland).


Quien dice no estar orgulloso suele añadir: «Y estas manifestaciones ya no son necesarias. Ya se ha conseguido todo, no hay homofobia, es absurdo». Alguno, ya con franca mala idea, opina que se impone ahora un Día del Orgullo Heterosexual. Pata de banco insidiosa que dan ganas de tomar al pie de la letra: muy bien, convócalo; a ver cuánta gente va, y a ver qué ánimo lleva. Veamos quién siente de buena fe que la reivindicación de la igualdad de derechos para los homosexuales pone en peligro los del resto. Un día del Orgullo Gay sigue siendo necesario: la recentísima Ley de Identidad Registral de Género demuestra que incluso en las sociedades más avanzadas quedan temas que debatir (por no hablar, claro, de las sociedades menos avanzadas, de la América profunda a Irán, y de la solidaridad y firmeza que se comunica a sus minorías).


En fin, que en el mejor de los casos esto del orgullo y el no-orgullo es un perifollo filológico. En el peor, una pérdida de tiempo. Recuerda las disquisiciones bizantinas (y ya antiguas como la tos, después de tres años) acerca de la conveniencia del término matrimonio para designar las uniones legales del mismo sexo. Se hicieron pesadas y aportaron poca luz al asunto. El escritor Luisgé Martín se preguntaba entonces en la prensa si fatrimonio o batrimonio apaciguarían a quienes se perdían en laberintos etimológicos: quizá funcionaban en las condiciones de laboratorio del seminario de derecho romano o filosofía wittgensteIniana; pero, francamente, sus galgos y podencos se desvanecían a pie de calle. Ahora empiezan a pasar esa varicela en Francia: la semana pasada, en Le Monde, Sylviane Agancinski armaba un artículo de ese estilo, ejemplar en su súper-sutileza inane. Quizá habría que ahorrársela: a veces es mejor, simplemente, ponerse orgullosos.

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