2007/07/01

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  • Mejor pasen al armario
  • ABC, 2007-07-01 # Irene Lozano

EL orgullo gay nace cuando la vieja desviación se convierte en elección. La homosexualidad no es motivo de vergüenza, sino una identidad que exige ser reconocida. La exhibición autosatisfecha de lo que antaño fue censurado o perseguido se ha apoderado de quienes vivieron en los márgenes de los siglos. Homosexuales, mujeres, discapacitados, negros, musulmanes, gitanos, todos quieren que su especificidad sea visible; los remeros de la nave de los locos han desembarcado para hacerse notar. Eso es todo.


Las minorías se aferran a la intimidación visual propia de los antiguos poderes. Por eso el desfile del orgullo gay se parece a una parada militar. Aquí estoy, estos son mis atributos, éste es mi poderío, dicen ambos. Lo mismo que dice un velo: mi fuerza es el alarde de mi diferencia. Lo malo es que el tiempo de la ostentación ha pasado y mostrarse es una liturgia, tanto para los viejos poderes desposeídos -el Ejército- como para los contrapoderes aparentes -los gays-. Un amigo culto me hablaba el otro día de cuando Valle-Inclán se apostaba con sus barbas de chivo frente al Palacio de Oriente y gritaba: «Borbón, baja». Allí habitaba el poder y allí llevaba él sus quejas, frente a un soldado de la Guardia Real que le rogaba: «No me comprometa, don Ramón, no me comprometa». Entonces ejercer el poder implicaba ser percibido como tal. Hoy los que mandan visten de paisano: son como el oficinista de mil euros, porque los trajes de cachemir sólo se distinguen al tacto. Mientras el poder se mete en el armario para erigirse en minoría invisible, todas las demás minorías, es decir, la mayoría, pasean su orgullo en días alternos. Reclaman la visibilidad como si no fuera el símbolo de su derrota.

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