2007/07/20

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  • Pierre et Gilles. Utopía erótica
  • El País, 2007-07-20 # Eugenia de la Torriente

Esta es una historia de amor. De esas con amor verdadero, pasión, romance y final feliz. Y a pesar de todo eso, es una historia real. No es un cuento apto para cínicos y no ha nacido a la falda del sensiblero cine, sino del escéptico arte. Es la historia de una pareja, sí, pero fundamentalmente es la de una utopía. "Una soberbia declaración de amor a favor del humanismo que nos pide que olvidemos nuestra angustiada concepción de la humanidad y nos permitamos imaginar otra: una en la que los feos se han convertido en guapos, donde el martirio sucede sin dolor, donde el horror es soportable, si no bello, donde la muerte no mata. En una palabra, donde el amor reina supremo". Así resume el crítico Paul Ardenne la obra de Pierre et Gilles en un libro que recoge sus 30 años de trabajo, editado por Taschen. Un peculiar álbum de recuerdos, en tanto que la vida y la obra de estos franceses son prácticamente indisociables. Una publicación que parte de la exposición organizada por el Jeu de Paume en París, pero que trasciende al mero catálogo: incluye 170 imágenes más que la muestra.


En lo alto de la fría escalera del centro, un hombre pequeño saluda con la mano. A su lado, su pareja desde hace más de 30 años se da la vuelta. Gilles es más alto y corpulento, pero el tiempo, o ellos mismos, se han empleado a fondo para borrar sus diferencias. Idénticas cazadoras de cuero y vaqueros, camisetas a juego (en cada una, el correspondiente lugar de nacimiento), pelo rapado y un montón de tatuajes casi parejos. Sobre sus cabezas, en un enorme cartel, el título de su exposición. Es casi irónico: Double je. Doble yo. Yo y miniyo, que diría Austin Powers. Así, codo con codo, se sientan en el diminuto café del museo en el que concederán una entrevista constantemente interrumpida por los espontáneos que no quieren dejar el recinto sin llevarse una ilustrada dedicatoria de los artistas.


Cuando elaboran alguna de las coloristas y llamativas piezas que les han hecho famosos, el reparto de tareas está muy claro. Seguramente en ninguna de las 800 obras que han producido se han saltado el protocolo. Juntos conciben el proyecto. Gilles construye el decorado. Pierre ilumina y hace la foto. Una vez revelada, Gilles pinta minuciosamente una única copia hasta conseguir un aura de irrealidad. Luego construye un marco de fantasía a medida que no sólo rubrica la creación, sino que enfatiza su valor de obra única. Simplificando, Pierre hace la foto y Gilles la pinta. Por eso más de uno de los entusiastas aficionados que se acercan a pedir un autógrafo, se sorprende de que sea Pierre el encargado de dibujar pajaritos, estrellas y un gran corazón al lado del pertinente nombre. "Yo escribo muy mal. Cometo muchas faltas de ortografía y me cuesta mucho", explica con una sonrisa nerviosa Gilles mientras, en efecto, escribe trabajosamente su nombre con una caligrafía trémula e infantil, que inspira una ternura poco probable en un fornido hombre de 54 años que se retrata a sí mismo como un explícito Homo erectus (2004) o que se pone una máscara de calavera mientras se masturba para representar la muerte (1997).


En todo caso, es la única debilidad del hombre que asume el papel de portavoz en la pareja. La prensa suele retratar a Pierre, de 57 años, como un tipo callado y un tanto esquivo, y a Gilles, como uno locuaz y reflexivo, que puntúa sus largas y afables intervenciones con un "¿no es cierto, Pierre?", al que éste responde asintiendo. Pero Pierre no es el comparsa de nadie. Habla menos, sí. Pero es más sintético y certero. Tiene unos ojos que no le caben en la cara y que, de joven, le dieron un aire exótico y pícaro. En aquella época, antes de que sus apellidos desaparecieran para la eternidad, Gilles lucía una belleza más convencional. Alto, rubio y con un cuerpo cuidadosamente trabajado. En una foto de 1972, tomada por él mismo en la habitación de Bruno, uno de sus ocho hermanos, se contempla con satisfacción. Da la espalda a la cámara y la cara se refleja en un espejo. Lo hace con una torsión imposible, y sus músculos brillan por el aceite.


Es una imagen tosca, pero, con la falsa ventaja que da saberse el final de la historia, su complejidad parece anticipar su gusto por lo elaborado. Para Dan Cameron, comisario de su exposición itinerante en 2000, "son auténticos reformistas, en el sentido que encuentran insoportable imaginar dejar el mundo en el mismo estado de fealdad en el que lo encontraron". Aunque nada tan claro en la imagen como su culto al cuerpo (propio y ajeno), que domina también los primeros collages de Gilles, siendo todavía un estudiante de Bellas Artes de 18 años. Pero las cosas no debían verse tan fáciles y transparentes desde el salón de una familia conservadora de Le Havre, un puerto de Normandía. Y probablemente tampoco lo fueran mucho después de marchar, cuando las noticias que llegaban de París eran fotografías descaradas, explícitas, sexuales y notablemente homosexuales. Escandalosas.


"Al principio fue duro. Mi padre no hablaba nunca de mi trabajo, pero cuando murió, encontré una carpeta llena de recortes de prensa y artículos sobre nosotros", cuenta Gilles. "Yo no creo que seamos provocadores. Nunca ha sido nuestra intención. Es cierto que cuando empezamos, lo que se llevaba era un arte conceptual, imágenes en blanco y negro, muy intensas. En ese contexto, nuestro discurso era rompedor, pero, en todo caso, ser iconoclastas nunca fue el objetivo. Encontramos nuestro lugar en las revistas, en las portadas de discos y en la moda. Si hemos sido provocadores no ha sido conscientemente. Cuando era niño, tenía plantas artificiales de colores y fotos de Sansón y Dalila en mi cuarto, y eso era una provocación dentro del mundo cerrado que era mi entorno: mis padres eran el paradigma del buen gusto francés".


Era 1974 cuando Pierre llegó a París. Tenía 24 años y había estudiado fotografía en Ginebra. Allí llegó movido por una ansiedad por escapar de La Roche-sur-Yon, en al región del Loira, que le acechaba desde la infancia. "De crío, veía los barcos y sólo pensaba en cuánto me gustaría subirme a ellos y conocer países remotos", cuenta. Le fue bien y pronto empezó a trabajar para revistas como Interview o Rock&Folk, que, con el tiempo, acabaron por confiarle los retratos de estrellas de la talla de Andy Warhol o Yves Saint Laurent. Casualmente, llegó el mismo año en el que Gilles se fue de Le Havre y se instaló en la capital empleándose como pintor e ilustrador. Pasaron dos años moviéndose en círculos concéntricos, sin llegar a conocerse. Hasta que un amigo en común los presentó en otoño de 1976, en la inauguración de una tienda Kenzo. "Nos advirtió de que íbamos a tener mucho en común.Y efectivamente, nos pasamos toda la noche hablando. En esa época, "¡era Pierre el que más hablaba!", recuerda Gilles entre risas. "Ahora soy más callado, sí?", concede el otro. "Fue un flechazo, y luego acabamos trabajando en la misma revista, Façade, durante cinco años. Pierre hacía las fotos de portada, y yo, las ilustraciones".


Tan poco tardaron en mudarse juntos a un apartamento, en la calle Blancs-Manteaux, como en decidirse a unir sus talentos. Su primera serie a dúo, Grimaces (muecas), data de 1977, y poco después firmaron la imagen que dio a conocer su estilo: un desquiciado retrato de Iggy Pop. Un plano muy corto, a pesar de que el músico les recibió desnudo. Apenas se cubrió con una camisa y una corbata para la foto, pero Pierre et Gilles, tal vez todavía tímidos, se concentraron en el rostro, en lugar de retratar en su esplendor el desnudo masculino, como acabaría siendo su costumbre. Aun así, esa pieza ya refleja el tono, el método y la voluntad de toda su trayectoria. "Nuestro estilo nace con nuestro encuentro. Lo encontramos directamente al conocernos. Así de rápido. Éramos ingenuos. De hecho, aún lo somos. ¡Eso espero! Un artista debe conservar siempre cierta ingenuidad", explica Gilles. "Aunque hemos cambiado mucho en este tiempo, por supuesto. Hemos tenido problemas, dificultades y golpes que nos han hecho ver la vida de otra forma", matiza Pierre.


En efecto, lo estable de su sistema y estética no implica que no hayan evolucionado en sus temas, preocupaciones e ideas. Así, sin dejar de centrarse en el personaje retratado, que siempre es el eje de la imagen, empezaron a introducir escenarios más elaborados y a añadir capas y capas de referencias. Lugares, culturas, tabúes, mitos, todo se agita y se mezcla en sus cabezas y, luego, pasa innegociablemente por sus manos en un ritual que resiste el envite de la tecnología digital. "Somos artesanos. Nuestra creación, en todos sus niveles y momentos, es un trabajo manual. Los decorados los construimos nosotros, los marcos están hechos a mano y el retoque se hace pincelada a pincelada", explica Pierre. "Un artista sólo se expresa cuando controla todo el proceso", zanja Gilles. De hecho, fue la imposibilidad de controlar todos y cada uno de los pasos lo que les hizo abandonar una lucrativa vía de negocio y de visibilidad: los videoclips en particular y la imagen en movimiento en general.


Durante los años ochenta, sus complejas e hiperbólicas fotopinturas dinamitaron las fronteras del arte comercial al que habían sido inicialmente confinadas. De las portadas de discos, los anuncios y las revistas, saltaron a las galerías. Su primera exposición personal fue en 1985 y los ecos de sus luminosas puestas en escena se colaron por las grietas del cine, la publicidad y la música, y también calaron en las obras de otros artistas. De pronto, todo el mundo quería aparecer en sus fotos. Desde Serge Gainsbourg hasta Marc Almond. Desde Madonna hasta Catherine Deneuve. Incluso Michael Jackson, en la cima de su popularidad, les llamó para que trabajaran en un libro íntegramente dedicado a él. Con el dolor de un seguidor que le dice que no a su ídolo, rechazaron su propuesta. Jackson no sabía que cada obra se retocaba a mano y no podía imaginar que completar las 70 imágenes que él ansiaba hubiera significado dos años de dedicación. "Su exuberancia, su gusto por lo barato, los decorados de plástico y su reciclaje de la utilería sadomasoquista conectan con una estética más amplia que se desarrolló en el último cuarto del siglo XX, desde la cultura queer y el Orgullo Gay hasta el vocabulario de diseñadores como Jean Paul Gaultier", escribe Paul Ardenne en el libro de Taschen.


El erotismo es la fuerza que mueve y unifica una variopinta galería de caracteres en la que caben marineros, toreros, faraones, parejas, onanistas, macarras, reinas o diosas. Blancos, negros, azules y amarillos. Todos, iguales ante el deseo y el sexo.


"Hay quien nos tacha de provocadores, pero creo que más que ante una provocación, estamos ante una forma de ver la vida más abierta y tolerante. Por ejemplo, nadie utilizaba modelos árabes cuando nosotros lo hicimos por primera vez. Se interpretó como una provocación, pero no era más que la voluntad de representar a todas las razas y todas las culturas, de no ofrecer una visión sesgada y limitada", defiende Gilles. Y él mismo explica la repercusión que su visión de lo masculino ha tenido ya no en una, sino en varias generaciones. "Muchos jóvenes nos han escrito para contarnos cómo nuestras obras les han ayudado a aceptarse, a darse cuenta de que la homosexualidad también es bella. Por supuesto, eso nos encanta, pero nosotros no queremos dirigirnos sólo a un grupo de gente, nuestro trabajo se dirige a todo el mundo y trata de comprender las diferencias. Es un alegato por la tolerancia".


Cuando, a finales de los ochenta, la pareja dirigió su pecaminosa mirada hacia el santoral cristiano, hubo quien, nunca mejor dicho, puso el grito en el cielo. ¿Nina Hagen como la Virgen María? ¿Un joven musulmán recreando la leyenda de San Sebastián? Pues también eso generó sorprendentes y encendidos entusiasmos. "Recibimos cartas de curas y de personas muy religiosas a las que les gustan mucho nuestros cuadros de santos. Incluso nos hacen propuestas para que los expongamos en iglesias. Respetamos la tradición", cuenta Gilles. "Uno de mis hermanos es cura benedictino y ha escrito un libro sobre arte sacro en el que ha dedicado un capítulo a nuestra obra, vinculándola con el barroco. Es obvio que no a todo el mundo le gusta lo que hacemos, pero desde luego nunca hemos tenido un genuino problema por este asunto. Todas las imágenes están documentadas y no hay ninguna voluntad rupturista en ellas".


Su voracidad pop, que engulle, digiere, mezcla y allana, no se limita al cristianismo. Sus numerosos viajes han dejado improntas más profundas que las de las numerosas calaveras, corazones, rosas y barcos de tinta que surcan su piel. El islam, el budismo, el hinduismo, las divinidades griegas y los mitos también han sido abundante material para sus fantasías. "Para mí, no se trata de creer o no creer, sino de reflexionar, de hacerse las preguntas correctas", responde Gilles acerca de su fe. "Me encantan los rezos y las ceremonias de todas las religiones. Cuando era niño, era muy creyente y me encantaban las películas bíblicas de Hollywood".


Desde ese día, 30 años atrás, cuando empezaron a vivir y trabajar juntos, su vida y su obra quedaron unidas de forma tan visceral como sólo un techo que cobija cama y despacho puede hacerlo. No sólo sus amigos aparecen en sus obras, sus autorretratos dejan constancia de su evolución y de la huella del paso del tiempo en sus cuerpos y sus cuitas. "Con estas obras reinventan el arte del retrato", opina la comisaria de Double je, Elena Geuna. "Lo que es más fabuloso es que Pierre et Gilles se representan tal y como son en realidad, con sus gestos frágiles y la pureza mágica de sus expresiones. Y los convierten, al mismo tiempo, en terreno para la experimentación". Fue en 1977 cuando giraron la cámara sobre sí mismos. Llamaron a la pieza Perversión y es una chirriante composición en la que se ofrecen como objetos sexuales. "Nos mostramos como dos muñecos, como objetos. La perversión está en los ojos del que nos mira, no en nosotros", explica Gilles. Es una pieza ingenua, casi tierna, como demuestra el hecho de que el teléfono que aparece fuera el auténtico. Muchos años después, ya famosos, cuando alguien reveló ese detalle, recibieron un aluvión de llamadas. Nunca se les había ocurrido cambiarlo.


La bonanza les ha permitido instalarse en un nuevo hogar, un templo imposiblemente kitsch al noroeste de la ciudad, en el populoso Le Pré Saint Gervais, en el que no falta un Buda gigante o un bar de corte marinero. "Nuestra casa es un gran decorado, pero no de fotos, sino de vida. Vivimos en un suburbio, así que el entorno no es lo más bonito del mundo. Y cuando abres la puerta, es un poco como entrar en la cueva de Alí Babá", cuenta Gilles. "¡Pero sin nada de valor!", advierte divertido Pierre. Por el camino se ha quedado el piso de Bastille en el desarrollaron el grueso de su carrera. Su ubicación, además, jugó un papel fundamental en el volumen e importancia que adquirió un curioso proyecto: la colección de tiras de fotomatón que Gilles empezó a construir al desembarcar en París. "La he abandonado, porque las máquinas ya no son lo mismo. ¡Las antiguas eran formidables! Por un franco tenías cuatro imágenes distintas, te lo pasabas bien haciéndolas y te ibas con un recuerdo precioso. Se las pedía a todos mis amigos. En Bastille, al lado de casa, había un aparato y siempre mandábamos allí a la gente cuando hacíamos fiestas en casa. A la una o las dos de la madrugada. Las máquinas digitales de ahora ya no permiten eso. Son mucho menos románticas", explica.


La fascinación por el fotomatón no deja de resultar chocante, en boca de un hombre que ha hecho de la extrema elaboración su seña de identidad. Un detalle que no ha pasado desapercibido a Elena Geuna, que ha optado por exponer ese archivo en una sala independiente. "En la colección de fotomatón no hay elecciones, está todo lo que ha caído en mis manos. Y así lo he expuesto. No seleccionaba, simplemente, compilaba los recuerdos de la gente que me rodeaba. Bonitos o feos, divertido o sosos. En cierta forma, es verdad que las fotos de fotomatón son lo opuesto a lo que nosotros hacemos, donde está todo muy calculado y medido. Pero en cualquier fotografía siempre existe la sorpresa. Por mucho que trates de controlarlo todo, siempre hay espacio para lo inesperado cuando revelas la imagen".


En los últimos años, cierta nostalgia parece haberse posado sobre la bulliciosa estética de la pareja. Entre lo sublime y lo grotesco, su trabajo puede generar sesudas reflexiones sobre la representación y la eternidad o ser ventilado con un gesto displicente como paradigma del pop y el kitsch más banal. Entre los dos extremos está su indiscutible originalidad y la influencia que han ejercido en los más variados campos. "Además de ser los artistas franceses más populares y conocidos dentro y fuera de Francia, constituyen un referente importante en el contexto de la fotografía, la escenografía, la publicidad, el diseño o la moda", explicaba en mayo Marta Gili, directora del Jeu de Paume, a EL PAÍS. "Con la construcción de coloridas y sofisticadas imágenes, representan el idealismo, a la vez optimista y nostálgico, de quienes nunca pierden la esperanza en las bondades del ser humano". Pero la cuestión de la influencia deja un sabor agridulce. "No me suele gustar el reflejo de nuestro estilo en la publicidad", afirma Gilles. "El resultado acostumbra a ser vulgar, tosco y superficial. Es una caricatura de lo que somos y de lo que hacemos. En cambio, en el mundo del arte siempre es bonito. Cuando un artista se inspira en tu obra, las piezas crean un vínculo, un diálogo, muy interesante". "Hace unos días tuvimos una entrevista con una periodista israelí que nos mostró imágenes de artistas de su país que, según ella, estaban influidos por nosotros", recuerda con un punto de orgullo Pierre.


El octavo seguidor en lo que va de hora interrumpe la anécdota. Les pide que posen y les retrata con su móvil. Ilusionado, Gilles explica que él no para de sacar fotos con su teléfono. "Cuanta peor calidad, mejor. Me gusta que tengan una resolución muy mala ¡Es como un cuadro impresionista! ¡Es magnífico!". Seguramente, sólo un optimismo así puede explicar una historia de amor como ésta.

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