- La Estrella Rosa bajo el franquismo
- Kaos en la Red, 2007-06-14 # Pepe Gutiérrez-Álvarez
Apenas si se ha empezado a escribir en serio lo que se ha venido a llamar “el holocausto” español, el sufrido por los republicanos de todos los colores, sin olvidar a los diferentes, concretamente los homosexuales... Lentamente, pero de una manera inexorable, van apareciendo las páginas negras del historial delictivo del franquismo, muchas de las cuales habían sido ignoradas, al menos en el ámbito bibliográfico.
Son muchas páginas, algunas harto conocidas como la del trato inferido a los descendientes de los perdedores en el servicio militar, un lugar del que muchos jóvenes regresaron afectados para el resto de sus vidas. Otras son más complejas como la referida a la homosexualidad, entre otras cosas porque esta es una cuestión sobre la cual la izquierda no comenzó a rectificar posiciones seriamente hasta la segunda mitad de los años setenta. Aunque hay que decir que los homosexuales más lúcidos optaron casi sin excepción por las izquierdas, y en estas, por más que éste fuese un tema más bien “tabú”, eran mucho, muchísimo más abiertas, también es cierto que hubieron sectores que relacionaron el “amor que no osa decir su nombre” con la burguesía decadente, y ahí están los infumables ejemplos de la revolución bolchevique, incluso en su primera fase o la cubana, aunque en esta se puede hablar de rectificaciones, entre otra cosa por la propia lucha de “gais” combativos como el inolvidable Reinaldo Arenas.
Aunque queda mucho por estudiar, se puede afirmar que en el ámbito republicano se dieron actitudes bastante más avanzadas, pro supuesto entre los escritores y los artistas, y también en las organizaciones obreras. Aunque no fuese de una manera abierta, en la CNT por ejemplo, se sabía de muchos compañeros homosexuales y de lesbianas sobre las que da noticias el libro de Lola Iturbe “Las mujeres en la lucha social”. Los militantes más abiertos tenían notícias de matrimonios del mismo sexo, de parejas, de tres, y si bien no eran cosas que se discutían en los sindicatos, no es menos cierto que se hacía “la vista gorda”. Entre los militantes más avanzados lo veían como manifestaciones de tan proclamado y tan difícil “amor libre”, un sueño sobre el que se trataba de dar los premios pasos y que no estaba exento de contradicciones. La compañera de Durruti, Emilienne Noria, contaba que se organizaban tertulias en su casa sobre tan magnífica cuestión, pero era ella a la que le tocaba las faenas de atención y avituallamiento.
De todo el mundo es sabido que algunos de sus símbolos más luminosos, y detrás de los nombres más célebres como los de García Lorca o Luis Cernuda, verdaderamente emblemáticas en las páginas de la historia universal de la homosexualidad, existieron otros que no lo fueron tanto como el cantante Miguel de Molina, cuya historia en la posguerra fue hartamente representativa, y que se recoge de una manera un tanto superficial en la película de Jaime Chavarri, “Las cosas del querer”.
Eran casos conocidos como muchos otros que formaban parte de la vida cotidiana, por ejemplo, un policía que fue marido de una anciana de mi familia acongojaba a ésta porque cuando volvía a casa con los nudillos ensangrentados, decía muy ufano que venía así de dar unas palizas a los maricas. Muchas veces las palizas eran “por las dos cosas”, o sea “por rojo y por maricón”, y ya se han escrito algunos testimonios tan valiosos e imprescindibles como el de Armand de Fulvia, “El moviment gai a la clandestinitat del franquismo” (1970-1975), editado en Laertes... Los que tengan memoria recordaran la narración de veteranos comunistas y anarquistas que se iniciaron “en las ideas” gracias a la amistad de un homosexual en su pueblo, o en el trabajo.
Casos más o menos parecidos ocurrían en todas partes, por ejemplo en mi pueblo -La Puebla de Cazalla, Sevilla-, los municipales que habían ocupado el cargo, actuando antes como matarifes a las órdenes de Queipo de Llano, eran muy dados a hacer redadas en fechas feriales, pelarlos al “rape” y pasearlos por las calles para que fueran vituperados por los niños. A veces se les tenía encarcelados en el cuartelillo en unas dependencias con ventanas, de manera que cualquier podía pasar e insultarlos
Se puede hablar aquí de una fascismo cotidiano. Era un contexto embrutecedor en medio del cual los niños nos mostrábamos especialmente crueles con los que no acertaban a disimular sus “ramalazos”, y le hacíamos literalmente la vida imposible. Los mayores también nos apartaban de los “sospechosos” por más que estos tuvieran las mejores intenciones, por ejemplo comunicarte su afán de cultura, algo que en un momento de tu vida podía ser decisivo bajo un régimen que era enemigo declarado de la cultura, sobre tdo de la que pudiera llegar a la gente trabajadora. Como es sabido, las hordas fascistas mataron a mucha gente solo por el hecho de que eran humildes y tenían libros en casa.
También cabría hablar en los dramas que tenían lugar en la fase del servicio militar obligatorio, durante el cual la tropa carecía de los derechos humanos más elementales. Las vejaciones y los insultos eran lo más común del mundo, y los casos de tentativas de suicidios eran de lo más común. Estas cosas raramente se han hecho públicas más allá de los círculos más concienciados, y de ahí que haya que saludar un trabajo como el Miguel Ángel Sosa Machón, “Viaje al centro de la infamia” (Ed. Anroart, Las Palmas). Es una lástima que testimonios de esta realidad no tengan la mayor difusión posible, y que hasta ahora no hayan sido recogidos por los movimientos por la recuperación de la memoria republicana.
Al igual que sucedió con sus compadres del nacionalsocialismo alemán, aquí también se establecieron campos de concentración para los homosexuales, y en este libro se dan cuenta detalles como que aprovecharon las instalaciones de un aeródromo convertido en cuartel de la legión, en el pueblo majorero de Tefía, para crear en su interior una Colonia Agrícola Penitenciaria, un nombre que demuestra que el nacionalcatolicismo no carecía de humor (negro u oscuro). A veces se manifestaban por chistes lamentables.
En este dantesco lugar que el autor describe al detalle, se intentó "re-educar" a numerosos desafectos, vagos, maleantes e invertidos, individuos considerados como “escorias” por unas autoridades elegidas como todos sabemos por Dios y la Historia. Como buenos creyentes que sabían que al César lo que es del César, y a Dios lo que manda el César, gustaban de darle un sentido “regenerador” a un espacio semidesértico, con unos terrenos que eran de un aridez extrema, y a unos métodos de trabajo que rozaban la esclavitud, y aún así llamarle pomposamente Colonia Agrícola, que habría que ver si no fue debidamente exaltado en algún No&Do o por algún reportaje de El Caso o el ABC. En realidad se trataba pura y simplemente de un campo de concentración del que muchas veces se salía con los pies por delante. En realidad, lo que es la agricultura, en Tefía, la practicaban los presos con métodos tan renovadores como picar piedras y, en algún caso, cultivar algunas hortalizas, y por supuesto, la esperanza de escapar algún día. El hambre y las enfermedades eran pan nuestro de cada día, pero aún y así, los que salían no podían hablar con nadie de los que les había sucedido.
Obra testimonial agobiante, este “Viaje al centro de la infamia”, es la segunda novela del historiador canario Miguel Angel Sosa Machín, que de una manera concisa y sin concesiones, reconstruye con precisión las experiencias de varios presos “invertidos” que vivieron la experiencia en los años cincuenta. Se puede hablar de una novela coral en la que los propios condenados pueden contar su historia, posiblemente por primera vez. Entre unos cuantos, será Octavio García, quien permaneció condenado durante tres años desde 1955, el que aporta más vivencias propias. Su testimonio es tan limpio como ingenuo, el hombre todavía se interroga sobre los presuntos crímenes por los que estaba allí, y sus preguntas nos llevan directamente a la otra parte, a la de los defensores de “lo que Dios manda”, concretamente un sacerdote al que se le permite dar su propia versión. Sus razones vienen acompañada por anécdotas como uno de los reclusos que consideraba pecaminosos sus deseos, por lo que recurría a la confesión con el cura del pueblo de siempre, hasta que vino otro menos tradicional que directamente lo denunció. Dado que era un cura joven, no debe de dar crédito a la ley que ahora permite el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Sus 179 páginas se leen como en si estuvieras en una pesadilla. Descubrimos un horror que estaba ahí, y en el que, de una manera u otra, se podía considerar “natural”, ya qué ¿quién no ha escuchado aquello de “yo los metería a todos en una isla y hundiría las barcas para que no puedan regresar”?. Pues, para escucharla puede bastar una mera conversación de peluquería (de caballeros), claro que ahora también se pueden escuchar las voces contrarias...
El método empleado por el autor es dar la voz a los que no la han tenido, y ordenar sus discursos con un enfoque narrativo en el que se hace notar un considerable esfuerzo de documentación. La simbiosis es tanta que al final se hace notar la voz de un narrador que es el propio historiador y que se dice autor verdadero, aunque sería más correcto hablar antes de protagonista. Un protagonista que tiene un nombre, el de Octavio García, del que aprendemos que no se trata de un seudónimo. Es un hombre que asumió la extraordinaria responsabilidad de registrar todo lo que pudo de sus compañeros, para contarlo algún día. Ese día ha llegado. Ahora solo falta que nos vengan diciéndonos que todos fueron víctimas, o que todos fuimos franquistas, o que no hay que ser maniqueo cuando la mayoría de las veces los grados de brutalidad y crueldad superan todo lo imaginable...
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